Había una vez, en un pequeño pueblo envuelto en un misterio, un banco de madera situado en un rincón olvidado del parque central. En ese banco, cinco hombres de aspecto enigmático se sentaban todas las tardes, como guardianes de un secreto ancestral.
Frente a ellos, se erguía un árbol inusual. En lugar de hojas, sus ramas estaban repletas de ojos que seguían cada movimiento. Estos ojos parecían tener una mirada penetrante, capaz de leer los pensamientos más profundos de los que se acercaban.
La gente del pueblo, intrigada por aquellos hombres y el extraño árbol, se preguntaba qué clase de vínculo existía entre ellos. Se decía que aquellos hombres, conocidos como los Custodios de la Mirada, tenían el poder de atravesar el velo entre lo real y lo fantástico.
Cuenta la leyenda que aquellos que se sentaban en el banco junto a los Custodios eran transportados a un mundo surreal, donde los sueños y las pesadillas se fusionaban. Allí, los ojos del árbol les mostraban los deseos más profundos de sus corazones y los temores que les atormentaban.
Algunos buscaban la sabiduría y el conocimiento en ese reino onírico, mientras que otros caían presos de su propia imaginación, incapaces de regresar al mundo ordinario. Los valientes que lograban mantener su lucidez, podían obtener respuestas a sus preguntas más profundas, descubrir secretos ocultos o incluso cambiar su destino.
El banco de madera y el árbol de ojos se convirtieron en un símbolo de la dualidad humana: el anhelo de explorar lo desconocido y el temor a lo incierto. Narraban la eterna lucha del ser humano por descubrir su verdadero potencial, por ir más allá de las limitaciones autoimpuestas.
Y así, aquel banco de madera y el árbol seco con ojos se mantuvieron como guardianes de los secretos más profundos de aquel pequeño pueblo, invitando a los aventureros a descubrir su propio destino y a aceptar que, a veces, la realidad y la fantasía pueden converger en un abrazo inolvidable.